Hule Azul

Como en el día  -11.537 decidí que me dedicaría a la guitarra. Tenía 19 años y apenas llevaba 2 tocando pero me pareció que ya era hora de tenerlo claro, más por los 19 que por los 2. Visto ahora parece natural pero yo vivía en Ujo, en un bar, y en ese contexto la guitarra era el instrumento más eficaz para el triunfo social pero nada más, y expresar entonces que yo viviría de la guitarra no es que fuera arriesgado, era temerario, un caso clarísimo de «sin oficio ni beneficio».

Había que ponerse ya mismo a administrar la decisión y tuve claras dos cosas: que hacía falta realizar estudios oficiales y que no había tiempo que perder, así que me subí a un tren expreso, nocturno, con vagones elegantes de pasillos sumamente largos y estructuras de madera que lo dividían en apartamentos independientes de ocho asientos de hule azul. Las más de las veces aquellos apartamentos se convertían en micromundos sociales donde varias personas gestionaban una convivencia efímera envueltos en un microsalón decimonónico, mitad decadente, mitad melancólico que propiciaba historias; aquella gestión solía comenzar por el reparto de piernas en el espacio entre asientos y eso ya retrataba personalidades. El tiempo se partía tozudamente con un ritmo asimétrico que, a velocidad de crucero, se parecía al doble latido de un corazón con 70 pulsaciones, que ese es el ritmo con el que pasan las ruedas de cada vagón sobre las juntas de los raíles; y así durante 8 horas hasta llegar a Madrid.

Me planté en el Real Conservatorio Superior de Madrid, entonces en las dependencias postreras del Teatro Real: Hola buenas, quería estudiar guitarra, ¿podría hablar con alguien?.

Aquel fue el primero de muchos viajes nocturnos de hule azul.

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Regreso por Mostar

Llevaba tiempo, mucho tiempo, queriendo volver aquí pero no encontraba un respiro para hacerlo. Hoy me dije: de hoy no pasa, y aquí estoy retomando un camino, y esta vez lo hago pasando por Mostar, Bosnia, subyugante lugar que visité hace un tiempo. Lo de pasar por esa ciudad en este regreso tiene que ver con un texto que acabo de leer de una buena amiga sobre Bosnia y su entorno geográfico e histórico. En cuanto a la relación que Mostar tiene con el dedo, pues no es mucha la verdad, pero quizá suficiente: la máquina que hizo las fotos la sujetaba una mano con el dedo del pie. Además, esa ciudad se me metió en la médula, así que dedo y ciudad comparten sistema nervioso. Tengo ganas de volver a Mostar y hoy lo hago un poco copiando aquí textos y fotos de una visita sobrecogedora.

Mostar 1

20 años es muy poco para una guerra. La gente te la cuenta en primera persona. Y no son abuelos ni gente de rostros marcados, son gente joven, muy joven. No sé si es que quieren olvidar. O que prefieren dejar dormidos los resquemores a flor de piel. No vaya a ser que si se rascan ya no puedan parar. O, lo más probable: que quieran volver apresuradamente a aquella época de la convivencia, como digo, próxima. Pero la única diferencia que he podido encontrar en Mostar entre cristianos croatas y bosnios musulmanes son las esquelas. Las cristianas con el consabido recuadro negro y una cruz, también negra, tumbada y con una pluma encima. Las musulmanas con ese mismo recuadro en verde y una media luna, también verde. Pero con diseño exacto en el ancho del recuadro y en el tamaño de cruz y luna. Y, además, compartiendo espacio: unas y otras están juntas en paredes y tablones.Foto Mostar 1

Mostar 2

Una mujer joven, copropietaria del hotel, me contó que todo fue cosa de los políticos. Que las gentes se mezclaban, fueran serbios ortodoxos, croatas católicos, o bosnios musulmanes. Pero quisieron trazar líneas: «Es como mezclar leche, vino y agua y después inventar una frontera para separar cada cosa». Los dirigentes bosniocroatas, al mando de Slobodan Praljak, ordenaron bombardear el puente otomano hasta que calló el 9 de noviembre de 1993. Antes, las gentes que usaban aquel puente, que lo amaban, intentaron de todo para salvarlo. Con una mezcla de ingenuidad y esperanza, ambas infinitas, colgaron neumáticos de la baranda de piedra del puente esperando que los proyectiles de mortero rebotaran en el caucho. Así que las imágenes del bombardeo del puente conmueven aún más porque las bombas pudieron con los neumáticos ingenuos, con la esperanza y con el puente en 3 días. Por eso no me atrevo a recomendar que se vean porque producen tanta rabia, tanto desasosiego que si nos dejamos llevar por esas emociones Slobodan Praljak y sus secuaces estarán ganando un poco aún hoy. Qué absurdamente simples han sido quienes pensaron que si rompían un puente rompían todas las cosas que une. Pues destruyeron ese y los otros cinco que unían las dos orillas de ese río fascinante que es el Neretva. Poco consuela que Slobodan Praljak se pudra en la cárcel por crímenes de lesa humanidad. Pues me gustaría preguntarle con inequívoco acento irónico: ¿Qué…¡ estarás muy orgulloso de haberte cargado los puentes, no¡?, ¿Conseguiste lo que querías?. La mujer del hotel me ha dicho: «Ahora nos casamos unos con otros con total normalidad».

 

 

Mostar 3

La pasarela provisional que volvió a unir las dos orillas del Neretva y que volvió a unir a las gentes poco a poco lo construyeron los zapadores del batallón de cascos azules españoles. En Mostar todo el mundo les recuerda con un respeto y un cariño que se extiende a todo aquel que por allí pasea con acento español. El capitán Pina, buen amigo, me contó que él estuvo allí y que pacificar aquella ciudad se lo encargaron a los españoles porque esa misión era especialmente difícil, que no había dos enemigos, sino tres. Me contó que las fuerzas francesas o las americanas destacadas en Bosnia llevaban allí hasta la leche, en aviones desde Francia. En cambio, el primer destacamento que las tropas españolas desplegaron en Mostar fue un grupo de veterinarios que examinaron todas las granjas en 50 kilómetros a la redonda para abastecer con garantías a todo el contingente español. Así pues, leche, carne, verduras y hortalizas se compraban en las granjas de Mostar. Con esa medida, no exenta de riesgos, los cascos azules españoles se metieron en el bolsillo a la población civil en un suspiro. Lo siguiente fue sentar en una mesa a los dirigentes serbiobosnios, bosniocroatras y musulmanes bosnios después de que se hubieran acribillado durante 3 años. Y lo hicieron, en el sentido literal: en una mesa con mantel, y comida española. Me decía el capitán Pina que los encargados de reconstruir emocionalmente Mostar calmaban a los enemigos, aún calientes, y ansiosos por iniciar el proceso: «Ahora vamos, pero antes comeremos algo que el día será largo».Pasarela Puente de Mostar

Foto Mostar 2

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O quizás 20 años no sean tan pocos si hay voluntad de construir. Y entonces igual se curan antes las heridas de la piel que las de las balas. Porque Mostar muestra un sin fin de edificios dramáticamente marcados. Algunos en la fachada. Otros totalmente. Un paseo me puso los pelos de punta: no hay término medio, o la fachada está impoluta o está taladrada. Eso te indica qué edificio fue restaurado o recién construido y cual no. Y unos y otros te los encuentras aleatoriamente. Y eso te indica que la ciudad fue acribillada totalmente.Foto Mostar 3

Mostar 5

El caminar me llevó por una de las dos calles principales de la ciudad -una a cada lado del río-. Me topé con el esqueleto de un gran edificio. Supe que era un centro comercial que en paz descansa -la paz de los muertos-. Con media congoja en el estómago y otra media en los ojos lo rodeé. Su fachada trasera era un catálogo minucioso de calibres de munición: Desde dos impactos de misil que reventaron los hierros del hormigón armado hasta los cientos de subfusil que aún entraron cinco centímetros en la piel del edificio. Demasiado estremecimiento como para indagar lo que había dentro. Me conformé con el alivio de los árboles que asomaban sus ramas por las ventanas.Foto Mostar 5

Foto Mostar 4

Mostar y 6

Qué cosas: los cementerios musulmanes se parecen aquí a los católicos. Pero la torre de la gran iglesia, aquí, tiene vocación de minarete. Efectivamente, en Tánger, o Rabat, los cementerios están en medio de la ciudad, como aquí. Pero aquí los muertos musulmanes -como los cristianos- tienen un cobijo de piedra tallada, no en la pura tierra. Además, la tumba culmina en un monolito con los datos del finado y la fecha de la muerte. En casi todos ellos figura 1993. Si no te fijas bien, la torre de la iglesia, tan fina y tan desproporcionadamente alta, te parecerá la de una mezquita. Solo dos cosas aclaran la posible confusión: su planta cuadrada y que la remata una cruz. Quizás aquí le gustaría a Muñoz Molina preguntarse una vez más eso de: ¿Por qué lo que nos separa tiene más importancia que lo que nos une?, o: ¿Por qué lo que heredamos es más importante que lo que aprendemos?.Foto Mostar 6

 

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Hoy hablo

Vuelvo aquí esperando que no sean muchos los que han perdido interés por la historia de este dedo tras demasiado tiempo sin que alimentara yo este espacio con mis cositas. Puedo asegurar que este sitio siempre me está rondando por la cabeza pero no hay forma de conseguir el imprescindible reposo que el proceso de compartir un texto requiere; cada palabra de este blog está meditada porque no soy ningún genio de la literatura como para que las historias se escriban sólo con imaginarlas, y en estos meses se me han ocurrido muchas, muy dispares: EntreQuatre se merece más de una, también el viaje que hice con mi padre desde Ujo, el pueblo en el que yo nací, hasta Os Novaes, el pueblo en el que él nació, en Galicia, ese viaje se inició justo dos meses antes de aquella primera clase de guitarra con la hermana Mariluz, y fue caminando; o esas otras impactantes vividas con la OCAS en los viajes de cooperación. Pero hay una que me apetece mucho, la que me describe como un perdedor, a mi, que todo el mundo tiende a verme como un ganador. Esa imagen es relativa, y me encantará desmenuzarla.

Pero de momento algo más inmediato que no precisa de textos escritos y por tanto tampoco de ese tiempo que no tengo porque se me escapa como si en vez de ir en reloj fuera en moto: hoy hablo, sí, en una entrevista que me ha hecho Xuan Bello para la TPA en su programa Clave de Fondo, ahí aparece «Historia de un dedo» y el propio dedo, así que poniendo aquí el enlace se cierra un poco ese microcírculo que la propia entrevista fabrica. Que lo disfrutéis y besos a todos.

http://www.rtpa.es/video:Clave%20de%20fondo_551398253386.html

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Agujas

Si lo piensas fríamente, las agujas, desde las finas de acupuntura hasta las gruesas de la aféresis -donación selectiva de componentes sanguíneos- están diseñadas con ese corte en bisel para entrar en el cuerpo lo más discretamente posible; si se me apura, diría que están pensadas para pasar desapercibidas mientras penetran la piel. Pero desconozco qué otras cosas tienen para imponer tanto, mucho más de lo que la razón y la proporción establecerían como normal. Claro, está la sangre, pero la mayoría de las veces la entrada de una aguja o no comporta sangre o se trata de una cantidad inapreciable. Está el dolor, pero siguiendo con el pensamiento enfriado, hay infinidad de cosas que duelen mucho más y asustan mucho menos.

Siendo yo un chavalete hablaba de estas cosas del dolor con mi padre y me decía que arrancar un pelo dolía mucho para lo que era: un simple pelo, y decía yo que sí, que era cierto y entonces me dice: «A que te arranco un pelo sin sentir…», a ver…, se levantó, se puso a seleccionar cuidadosamente un pelo de aquella cabeza repleta de rizos largos y rubios y lo encontró cerca de la sien -porque allí son bastante más sensibles-, entonces tiró levemente de él un par de veces: «¿Sientes el pelo?», sí, «pues ahora lo arranco sin que lo sientas», de repente lanzó un manotazo en la cabeza muy cerca de donde nacía el pelo así que con el dolor y el susto aparté la cabeza como un tiro y llevé la mano a ella mientras veía a mi padre sonriendo con el pelo entre dos dedos: ¡Oye!, menudo golpe… «Sí pero el pelo no lo sentiste», no claro, así podías haber quitado un puñado de ellos.

¿Qué duele más?. Mucha gente suponía tras el accidente que el dolor de la amputación habría tenido que ser insoportable, y no, al menos el dolor físico, que era increíblemente liviano para el desvarajuste que allí había. Serán los mecanismos de defensa del cuerpo y de la mente pero aseguro sin dramatismo que en aquel momento con un hueso triturado y el músculo desgarrado sentí mucho menos dolor del que siente uno al pellizcarse en cualquier sitio, o con una quemadura por leve que sea, o cuando un mosquito se te mete en un ojo, o cuando se despega una uña. Apurando de nuevo, duele más un grano en la punta de la lengua, no digamos una almorrana… Pero volvamos a las agujas que igual acaban siendo agradables.

Me pusieron dos durante el implante, cruzadas justo en el lugar en el que tenían que soldar los huesos, a modo de forjado. «Si no te molestan ahí dentro se quedan», me había dicho del doctor Camporro, y pensé: total, son muy pequeñas como para pitar en los aeropuertos, que cómo explicaría yo todo esto… Un día mientras tocaba la guitarra flexioné el dedo todo lo que pude buscando una nota de la primera cuerda y sentí un latigazo a medio camino entre descarga eléctrica y pinchazo muscular; tras el susto y el desconcierto inicial pensé: ahí está una aguja. Con la tranquilidad que da conocer el origen de las cosas seguí tocando ese día y otros, y cuando forzaba ahí tenía el calambrazo, cada vez más fuerte, cada vez más frecuente, siempre en el mismo sitio; aquella aguja se estaba clavando por dentro.

«Si te sigue molestando hay que quitarlas, pero sólo si es necesario», ¿es una operación complicada?, «No, pero hay que provocar una isquemia en el dedo que si se da bien son 10 minutos y si no se da tan bien pasa de 20 y, aunque no debería haber problema porque la circulación está muy bien, pues mejor no arriesgar». Un día palpando el lateral interno del dedo recién llegado noté perfectamente el extremo de una de las agujas, quise presionar un poco y ahí estaba la descarga eléctrica con el consiguiente acto reflejo de retirar la mano.

Escogí yo el día de la operación, un martes santo para no perder clases -para que después digan de los trabajadores públicos…- por la tarde, que me habían dicho que es cuando están más libres los quirófanos. Estaba el mismo equipo que unos meses antes me había remodelado la yema del dedo para poder tocar y viene la enfermera: «Hoy también habrás venido solo, ¿no?», sí, pero no tiene mucho mérito, después de todo, esto es una minucia, «Bueno, a ver cómo se nos da…». Volvieron a montar un dispositivo de tela verde entre mi cabeza y mi mano izquierda para que no viera la operación sin atender una vez más a mi curiosidad científica… «No, que igual te asustas de lo blanco que te va a quedar el dedo».

El despliegue de aparatos e instrumental era bastante más aparatoso que la vez anterior, ya me había dicho el doctor Camporro: «No es complicado técnicamente pero se llena todo de sangre y las agujas se confunden entre los tejidos».

«¿Es aquí?», sí, dije después de amagar con retirar la mano por el acto reflejo, y noté que marcaban con un bolígrafo el sitio en el que quería aflorar una de las agujas. A continuación comenzó todo un catálogo de modos de penetración de una jeringa en  la piel, «Es importante que me avises si al pinchar te da un calambre», vale, dije, y supuse que aquella aguja no debía de inocular en un nervio una dosis de anestesia. Pues creo que esa fue la única sensación que no viví durante la veintena de pinchazos que siguieron: los primeros entraron oblicuos en el dorso de la mano, como a flor de piel, los siguientes se fueron a la muñeca, allí alguno esquivó la maraña de tendones y otros se clavaron en ellos con esa sensación alámbrica que me hizo arrugar la cara más de una vez, después llegaron los de la palma de la mano, necesariamente más robustos que esa piel está acostumbrada a resistir y la aguja, antes de conseguir su objetivo, fabrica un pequeño hoyuelo. Los últimos ya se sentían débiles por el efecto de la anestesia de los primeros, aún así, hubo margen para sentir dos sensaciones más, una imposible de la aguja entrando en la médula de un hueso y otra más veraz atravesando las fibras de un músculo.

El doctor Camporro soltó la jeringa y cogió una goma, tiró de ella, le dio tres vueltas alrededor del brazo y en la última interpuso una pieza dura, como un taco de madera, que cortó de inmediato el riego sanguíneo; todo ello en el mismo tiempo y con la misma soltura con la que se hace una lazada al cordón de los zapatos.

La primera aguja, la que casi afloraba, salió muy rápido, apenas unos segundos, tras los cuales comenzó la búsqueda de la otra mucho más oculta. Aunque habían pedido radiografías de la mano en varias posiciones para situarla no era fácil dar con ella: «La sangre no se puede quitar del todo y los tejidos se vuelven confusos». La joven doctora se movía con tanta soltura como seguridad, era ella quien estaba realizando la búsqueda bajo la mirada cómplice de todo el equipo; en un momento dado se paró en seco y en perfecta sincronía se volvieron todos hacia la pantalla, era un monitor que hacía radiografías al momento, yo lo tenía justo enfrente y ahí estaban todos mis huesos de la mano como de color gris, la aguja, que aparecía nítida y blanca, y dos artilugios también metálicos como minúsculas llaves inglesas puestas en ángulo para triangular la posición. Todos miraron aquella pantalla durante dos segundos y todos sincronizadamente, como los musulmanes cuando oran hacia la Meca, volvieron a mi mano. Tres minutos más tarde volvió la imagen a la pantalla con las minillaves apuntando a la aguja en distinto ángulo y volvieron todos la cabeza al unísono. Así varias veces más y con ángulos diferentes aparecía mi mano fantasmagórica en aquella pantalla.

Pasaba el tiempo y el torniquete parecía penetrar poco a poco en el puro hueso, así que el catálogo de la anestesia se estaba quedando corto comparado con la sensación de que te ahogaran por un brazo; habría jurado que me costaba respirar. En estos casos solo se puede optar por la razón: el torniquete duele bastante y molesta mucho más, pero aquí son 20 minutos y el día del implante, entre pitos y flautas, debió estar ahí más de 8 horas. La segunda aguja no podía tardar en aparecer porque las visitas a la pantalla se iban estrechando y el tiempo de revisión apenas llegaba a un segundo; en cuanto a los pinchazos de la anestesia, volviendo a la frialdad del pensamiento, puede llegar a ser divertido, por ejemplo, tratar de adivinar dónde va el siguiente o si pincha en fibra, en piel o en tendón, porque una vez que compruebas que no hay dolor toca relajarse y así resulta más fácil acorralar a la grima… Y la enfermera, a mi lado derecho: «Ahí está», y se notó claramente un suspiro de alivio general en el quirófano mientras la joven doctora dejaba caer la segunda aguja en la bandeja metálica.

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Llegaba el turno de otras agujas, las de sutura y no había tiempo que perder: con la misma sensibilidad que si me estuvieran cosiendo un zapato notaba el penetrar en los dos trozos de la piel inerte y el paso del hilo, o más bien lo intuía que con tanta anestesia y tan poca sangre no estaba el dedo para mandar mensajes nítidos. Dos minutos más y estaban quitando el torniquete, entonces supe que de inmediato el dedo retomó el color rosado  porque también intuí la sonrisa del doctor Camporro detrás de la máscara.

Por cierto, ayer saboreando con ahínco una loncha de jamón me mordí la lengua, aún me duele…

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Merluza del pinchu

Hace unos meses recibí una llamada de Gustavo González-Izquierdo, singular empresario hostelero sierense, que me invitaba a pregonar una edición de su también singular iniciativa gastronómica: un jueves al mes en el Hotel Lóriga de Pola de Siero propone un menú con un plato como protagonista y con un pregón previo encargado a una persona cuyo perfil va variando de un mes a otro. Pues me planteaba, en calidad de director de la Orquesta de Siero, que en este mes de mayo glosara yo sobre la merluza del pincho. Acepté rápido sin saber muy bien qué podía aportar yo sobre ese pescado emblemático del Cantábrico. Y ya fue.

Pues la jornada resultó muy agradable, especialmente para mi porque me acompañaban Aitor, Ana, Alba, Elena, René e Iván, de la OCAS que rodearon mi intervención con tres músicas maravillosas para 2 violines, viola, violonchelo, contrabajo, guitarra y voz.

Después, mi hermana me insistió en que añadiera el pregón a este blog, que ella me pasaría las fotos de la cocina de carbón de mi madre, y me pareció buena idea, porque, aunque esta historia tiene poco que ver con la del dedo, sí lo tiene con mi vida, como este blog; además, retomaba este sitio que mucho echo de menos. Así que ya tengo las excusas necesarias.

Espero que pronto pueda tener un poco de tiempo para volver a escribir sobre mis dedos, mientras tanto que os guste la merluza del pinchu.

Todo lo que me puede venir a la cabeza justo antes de llevar a la boca un bocado de merluza del pinchu

Para poder pinchar en un plato un bocado de merluza del pinchu ha tenido que zarpar de puerto una barca al amanecer. De camino al caladero ha habido que preparar varias líneas de sedal de 500 metros de largo de las que penderán cabos de 1 metro con entre 20 y 30 anzuelos cebados con parrocha. El sedal madre –que así se llama el principal- debe prenderse a un carrete después de pasar por una vara de bambú de 7 metros. Tras ello, se tienta el sedal con la mano para saber cuándo hay captura suficiente para recuperar el aparejo. En la barca habría 4 ó 5 varas: una a babor, otra a estribor, una en proa y una o dos a popa, y navegará lenta, que el patrón debe tener tiempo para discernir dónde están las merluzas y para orientarse hacia ellas. Al recoger, muchos anzuelos vendrán sin merluza, y sin parrocha, el sedal llegará a veces con 5, 6, 8 merluzas…, otras llegará vacío. La barca deberá entrar a puerto entre las 4 y las 5 de la tarde que ésta es pesca de un día.

Si antes no ocurre todo esto no estarás pinchando una merluza del pinchu. Si el pez tenía un anzuelo clavado en la boca podrás estar ante una merluza con pinchu, pero no del pinchu, sino de palangre, y no habrá sido una barca sino un barco. Éste no llevaría 150 anzuelos sino 5.000, o hasta 30.000 si el patrón habla francés, todos pendiendo de sedales de varios kilómetros dispuestos en zig-zag para convertir en kilómetros los pocos metros cuadrados de superficie marina que como mucho pueden tentar las 5 cañas de bambú. Entonces las merluzas podrán estar muertas bajo el agua varias horas antes de que las puedan recuperar y, paradójicamente, se dice que “se ahogan”; y además, ese barco no volverá a puerto en unos cuantos días en los que las merluzas esperarán entre hielo; y claro, ya nada es igual.

O la merluza puede que no llevara ningún anzuelo y entonces podrá ser de volanta, o de cerco, con redes de varios kilómetros y que no dejan escapar nada. Y la carne no es la misma, porque al hielo que espera hay que añadirle que la merluza en su batir con la red se magulla. Pero esas redes se quedan con la merluza y con lo que no lo es y entonces viene uno de los episodios más lamentables de la pesca: los descartes, que en lenguaje eufemístico se llama “pesca accesoria” y que en realidad es un insulto a la naturaleza, un hecho para la vergüenza humana, esa que le entra a uno cuando comprueba que el hombre ha perdido su condición de cazador para convertirse en depredador. Entonces, me acuerdo de mi padre que me hablaba de ecología en 1968, con otro nombre, que éste aún no existía, y yo tenía 8 años.

Pero aún puede ser peor porque ese trozo de merluza sin anzuelo pudo haber llegado a cubierta en una red de arrastre, ese arte que no merece el nombre, el de Arte, digo, porque el de arrastre sí lo merece si imaginamos algo que sin dignidad se arrastra por el suelo. Aunque le definirían mejor otros nombres: arte de la ignominia, de la alevosía, de la canallada, de la felonía por la traición y la deslealtad a la naturaleza. Esa naturaleza generosa a la que exaltaba un día mi padre cuando apretábamos los dos la prensa del lagar que teníamos en casa y bajaba a chorros aquella sidra dulce que también bebíamos a chorros y decía él entonces: “Me apetece subirme a esa mesa y gritar ¡viva la Naturaleza!, y no hacemos otra cosa que acabar con ella”.

Las redes de arrastre son la degradación del ser humano (hay más degradaciones pero una es ésta); he querido ser así de contundente porque no me apetecía seguir tirando del diccionario de sinónimos. Y digo que lo es porque refleja lo peor de nosotros: la avaricia, el desprecio por la vida y la diversidad, el egoísmo de pensar que a las generaciones venideras que les den un rábano, que ahora, para sacar 100 kilos del pescado que busco, arrastro sin mala conciencia unas redes con vocación de excavadora por el fondo marino que se llevan por delante todo lo que encuentran, arrancando un montón de vida, algas, moluscos y peces; así que cuando llegan a cubierta hay otros 100 kilos más de vida muerta que se tiran directamente por la borda. De paso a ese fondo le quedarán un par de años de penuria vital hasta que pueda recuperar su equilibrio. Y así un barco tras otro que el 10% de ellos utiliza estas malas artes.

Hace unos días esbozaba yo una sonrisa –porque ya está bien de cabrearse y algo habrá que sonreír- leyendo la noticia de que la Unión Europea iba a regular los convoyes de aceite y vinagre para las ensaladas de los restaurantes. Y pensé con vehemencia -si es que se puede pensar así-: ¿pero estos señores no tienen cosas más importantes que regular?. A renglón seguido me dije, bien podían regular por ejemplo los paraísos fiscales, que sólo en la Europa comunitaria hay 8. O también podrían regular la pesca de arrastre. Tienen en sus manos hacer desaparecer estas dos cosas para bien de la humanidad, pero, no sé, igual es mucho más crucial acabar con las recargas de un frasco con aceite de oliva, sea virgen o no… No lo sé, debo de ser un ignorante.

Pues también a renglón seguido, los descartes están regulados por la Unión Europea y de forma vergonzosa: los cupos de capturas que establece provocan que al año cerca de 2 millones de toneladas de pescado, ya muerto, se tiren por la borda; la mayor parte de esa ingente cantidad de pescado es alimento sabroso. Y aquí me acuerdo de La Morena, no el pez, sino la pescadera de Ujo, el pueblo donde nací, así se llamaba también su madre a la que aún recuerdo siendo yo muy crío, vestida de negro, con pañuelo en la cabeza, aquella que durante décadas transportó cajas y cajas de sardinas por Ujo y los pueblos de alrededor mientras La Morena -madre- gritaba generosamente: “Ala muyeres, sardina fresca de Candás…”. La Morena hija ya tenía local al que mi madre me mandaba con una nota: que si tanto de mirlotos, tanto de sardinas y palometa si la hay… Muy pronto dejé de aceptar la nota y a la pescadería iba yo bien joven con cierta autonomía de compra. Me encantaba probarlo todo y tenía materia que en aquel mostrador he visto peces que nunca más he vuelto a ver. Allí me enseñó La Morena cómo quitarle las espinas al congrio cerrado, a discernir entre blancos y azules, a conocer de dónde venía cada pescado, si era de aguas costeras o profundas… También aprendí a llevarme a casa lo mejor, algunas veces, muy pocas, era aquella merluza que por entonces no podía ser de Sudáfrica o Chile y que tenía el anzuelo clavado en la boca. No puedo recordar cuántas veces al pasar por delante de la pescadería, La Morena me gritaba: “Eh rubio¡¡ -que entonces con 15 años yo era rubio y por tanto tenía pelo-, “Dime Morena¡¡”. “Llévate este pescado nuevo que no conoces”, o “Toma este pez que me vino entre las bacaladas, pruébalo y me cuentas”. Esta escena hoy no es posible ni con Morena ni sin ella porque sólo se venden los pescados de catálogo, el resto se va por la borda.

La pesca de arrastre descarta el 43% de las capturas, la pesca artesanal como la de la merluza del pinchu sólo el 3%. Tengo entendido que la primera huelga que se hizo en el mundo por motivos ecológicos fue en Asturias: la de los pescadores de Cudillero hace algunos años para protestar por el uso de redes de arrastre en sus caladeros. Un gran honor sin duda para ellos pero no deben quedarse ahí; los pescadores de bajura deben tener altura de miras, y ese sentido común y ese espíritu sostenible debería ir más allá para, por ejemplo, propiciar la creación de una reserva marina en Asturias. Soy buceador desde hace unos 15 años y por tanto he sido espectador privilegiado de nuestros fondos marinos; son fascinantes, con unos paisajes que parecen soñados, con bosques de algas, rocas caprichosas y mil detalles más, pero casi puedo contar con los dedos de las manos las inmersiones en las que he logrado ver un pez que no fuera una botona. Una reserva marina es una prioridad ambiental de primer orden. Que la Asturias de mar no la tenga es como si la Asturias de tierra adentro no tuviera Muniellos, o Picos de Europa o Somiedo… Y los más beneficiados serían los pescadores porque alrededor de esa reserva la vida marina se multiplicaría por muchos dígitos.

Habiendo nacido a 50 kilómetros del mar mi relación con él, o con ella que mar admite los dos géneros, ha sido muy intensa: por una parte he podido reconocerla y admirarla como herramienta fundamental de la Naturaleza para reequilibrar los persistentes desequilibrios humanos, y ello inducido por mi protoecológico padre al que recuerdo perfectamente diciéndome: “No tires ese plástico que al final todo acaba en la mar”. También he podido bucearla, que es como abrazarla por dentro. Por otra parte, he conocido desde muy joven ciertos entresijos de la pesca gracias a La Morena. Pero aún falta mencionar aquí la parte gastronómica, la que tiene que ver con ese sentido del gusto que tanto aprecio, que tanto me ha hecho disfrutar en la vida y espero que lo siga haciendo. Imagino que muchos de los aquí presentes estarán pensado: “¡Por fin va hablar este buen hombre de gastronomía, que es para lo que aquí estamos…!”.

Pues tienen toda la razón y a ello vamos, y llegamos a mi madre, la que me mandaba con la nota a la pescadería de La Morena, la que conjugaba y coordinaba con absoluta maestría mirlotos, sardinas, palometas -si había- con ese ingenio prodigioso que es la cocina de carbón. Tranquilos, no me voy a poner ahora a hablar de cómo esa cocina se convertía en calefacción para toda la casa, ni de cómo los ladrillos macizos esperaban en el horno pacientemente a que por la noche los lleváramos a la cama envueltos en una toalla; ni de cómo aquella cocina era una auténtica y ecológica máquina de biomasa, tan de moda en estos tiempos; pues no, no voy a hablar de todo eso que se nos enfría el menú. Pero sí quería hablar aquí de la cocina de carbón como prodigio técnico-gastronómico, de cómo para freír las sardinas mi madre quitaba 2 ó 3 aros de la chapa y ahí incrustaba la sartén que quedaba casi en contacto con la escoria al rojo vivo, y entonces el aceite se ponía brioso a tostar por fuera y cocinar por dentro aquellos peces de un azul tan intenso que parecían pintados por un grafitero. O contar cómo los mirlotos, previamente rebozados en harina, encontraban acomodo, mucho más holgado que las sardinas, en una sartén que colocaba sobre el hueco que dejaba la tapa de la chapa, así que las brasas un poco más lejos daban al aceite la temperatura justa para no quemar la harina. O describir cómo dejaba la sartén de la salsa de tomate reposada un buen rato sobre la chapa ya cerrada y según cómo estuviera de alegre la cocina, la desplazaba hacia el centro o el lateral derecho hasta encontrar el punto al chop-chop de la salsa, ni demasiado quieto ni excesivamente impetuoso. O aclarar que aquella palometa, ya con la salsa de tomate encima la dejaba reposar en su plato justo al borde de la chapa hasta que nos sentáramos a la mesa y entonces, fuera sardina, mirloto o palometa, llegaban en su justa temperatura, y el plato también para que no se acabara enfriando el pescado en esa degustación larga que los frutos de la mar requieren.

Pero más de uno hoy aquí se preguntará: ¿Y que hay de la merluza?, ¿cuándo nos va a hablar este buen hombre del plato que nos ha traído hoy aquí?. Pues tienen razón, y ahora va. La merluza del pinchu, como es natural no era la que entraba siempre en aquel hogar humilde, que semejante tesoro, para padre, madre, abuela hasta que murió con 96 años y 5 hermanos, no resultaba muy sostenible para todos los días. Así que cuando llegaba seguro era en Noche Buena, y, claro, entonces sabíamos apreciar bien la diferencia. Ahí mi madre sacaba la cazuela de barro, que ya había sido de su madre, mi otra abuela, y aquella merluza a la cazuela, rodeada de una guarnición colorista entraba en el horno de la cocina prodigiosa para salir hecha una obra de arte.

Cuando en mi boca entraba un bocado de aquellos no podía sospechar ni por lo más remoto que decenas de años más tarde me llamaría un señor llamado Gustavo González-Izquierdo proponiéndome pregonar una jornada tan agradable como esta en torno a la merluza del pinchu. En realidad ni lo sospechaba entonces ni hasta un segundo antes de que sonara el teléfono, de haberlo sabido me habría preparado durante todos estos años para poder glosar con más eficacia el aspecto gastronómico de esta alhaja de nuestro mar y de la Naturaleza, pero ya no hay tiempo y, gastronómicamente, sólo puedo hablar sin propiedad pero, eso sí, con intuición, que es el arma más bonita que tengo y que utilizo para todo: para el vino, para la comida y muy especialmente para la música, y puedo asegurar que está desarrollada. Pero las cosas que se intuyen bien se describen mal al invadir los terrenos de las sensaciones y de lo subjetivo, y no es tan fácil racionalizar esos terrenos. Así que, técnicamente, poco puedo contar de lo que siento cuando un bocado de merluza del pinchu va derecho a los laterales de la lengua que es donde están las papilas gustativas, si acaso, que me puede venir a la cabeza cualquier imagen de las que he hoy he descrito; ahora bien, quizás la más próxima, sensorialmente hablando, al estallido en la boca de un trozo de merluza del pinchu sea la de estar buceando rodeado de mar por todas partes.

Que lo disfruten, muchas gracias, ahí les dejo con mi madre, con mi padre, con la cocina de carbón, y con La Morena.

Siero 16 de mayo de 2013. Manuel Paz

Cocina de Ujo 1Cocina de Ujo 2

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Los números de 2012

Los duendes de las estadísticas de WordPress.com prepararon un informe sobre el año 2012 de este blog.

Aquí hay un extracto:

600 personas llegaron a la cima del monte Everest in 2012. Este blog tiene 4.600 visitas en 2012. Si cada persona que ha llegado a la cima del monte Everest visitara este blog, se habría tardado 8 años en obtener esas visitas.

Haz click para ver el reporte completo.

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He vuelto

Sí, he vuelto; mañana 13 de abril, día +432, un año y 7 días desde que me implantaran el segundo dedo del pie en lo que me quedaba del quinto dedo de la mano izquierda, vuelvo al escenario con EntreQuatre. Qué bonitos son los sueños bonitos cuando se cumplen.

Será en una cena concierto en el Blanco Satén de Oviedo. He vuelto.

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Día +365

El tiempo pasa y pesa, y ese paso y ese peso acomodan las cosas revueltas como se acomodan los fósforos al sacudir la caja.

¡Cuántas cosas han pasado durante esta vuelta de la Tierra alrededor del Sol!, y cuantas se han tenido que acomodar en esa caja de fósforos descolocados por una cepilladora de madera. Para qué negarlo, algunas han resultado duras, otras desde luego que no, por ejemplo ponerse a prueba, a mi me encanta y ésta -la prueba- era bien gorda.

Las relaciones personales con el equipo médico son otra compensación excelsa, si tuviera todos los dedos no los habría conocido. Justo el día de nochevieja, como en familia, me realizaron una pequeña intervención para remodelar el dedo y que pueda tocar sin que se tropiece con otras cuerdas. En familia pero en toda regla que un quirófano es siempre cosa seria y mi amigo el Doctor Camporro con atuendo completo de cirujano al retroceder dio con la cabeza en la lámpara, se volvió hacia la enfermera y le dijo: «Contaminado», y le cambiaron la manilla a la lámpara.

También tiene su gracia poder contemplar un quirófano con la tranquilidad de una intervención sencilla; no me la dejaron ver, les dije: Tengo curiosidad científica, «Ya, pero por si acaso», y la enfermera armó un pequeño tenderete de tela verde justo encima de mi hombro izquierdo. Así que tuve tiempo a ver el instrumental, las casi coreografías -por aprendidas- de enfermeras y cirujanos en los preparatorios, los azulejos verdes, y el reloj, el mismo que ese día de Nochevieja apenas diera un tercio de vuelta cuando el 6 de abril pudo dar 12 completas.

La misma enfermera no se separaba de mi cuando me incorporé, le dije: Tranquila, no me mareo, y repitió, «Ya, pero por si acaso», «¿Quien te espera?», Vine solo, «Un valiente, ¿eh?», A estas alturas…

Y puse una marca más al calendario la última de 2011.

El escenario pondrá otra marca más y la crisis ha retrasado ese momento, aún no sé si para bien o para mal, pero ese escenario fue un asidero robusto donde apalancar el ánimo cuando se hacía el vacío bajo los pies. Aún hoy, si quiero aliviar emociones, sólo tengo que imaginar que camino por él con la guitarra hacia la silla y se me inundan generosamente los ojos mientras una sonrisa contraataca por abajo como convencida del éxito. Veremos.

Relativizar, otra buena lección para la vida. Una mañana de uno de estos 365 días, no demasiado buena, caminaba yo por una de esas pasarelas externas que unen las distintas dependencias del hospital para hacer una radiografía de la mano, cuando me crucé con una niña sentada en una cama que un celador empujaba con una cara sonriente y me atrevería a decir que divertida; detrás de él, los que seguramente eran sus padres, y no me atrevo aquí a describir sus rostros. La niña de unos 10 años, sin un solo pelo en la cabeza, conectada a un buen número de gomas le iba contando al celador no sé que historia con el mismo tono de voz con el que contaría su paso por Eurodisney y el regocijo del celador aumentaba; me miré la mano y me dije: No es para tanto Manuel.

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Lolo

Llegar a diario al colegio de Santullano suponía toda una proeza humana porque lo hacía en bicicleta y si las rampas primeras nada más coger el ramal ya eran duras la última no tenía nada que envidiar al 17% del puerto de Pajares, así que la inmensa mayoría de las veces -en realidad todas salvo dos o tres- en esa última cuesta ponía pie a tierra.

Caminando con el cuerpo bien echado hacia adelante sobre el manillar de la bici para contrarrestar la pendiente, la línea del pequeño horizonte que fabricaba el cambio de rasante bajaba poco a poco dejando ver la entrada del colegio y la escena que era la misma: un tropel de chicos que se iban acercando a la puerta; todos me rodeaban en cuanto la traspasaba. Casi todos estaban allí todos los días pero Lolo estaba siempre.

Lolo tenía la mirada más sincera que he visto nunca, además le infundía -a la mirada- una intensidad que daba trascendencia a todo lo que hacía o decía, estaba trascendente hasta cuando se quedaba quieto. Pasado un tiempo -bien poco- yo ya no acertaba a ver en su cara otra cosa que no fuera aquella mirada sincera y su trascendencia aparejada, los rasgos característicos del síndrome de Down quedaban muy en segundo plano. Un día le dije: Lolo ven acá que tienes un cuello de la camisa para adentro y otro para afuera, y allí rodeado de chicos por todas partes me puse a igualarle los cuellos de la camisa, entonces Lolo se quedó quieto, estiró el cuerpo todo lo que pudo y se me quedó mirando fijamente a los ojos con mucha más solemnidad que con la que se recibe la medalla al mérito en el trabajo o mismamente el Nobel de economía.

Cada vez que Lolo vestía jersey y camisa lograba sobreponerse al tumulto para ponerse delante de mi con la mirada directa -y solemne-, la boca un poco apretada y un cuello para adentro y otro para afuera; yo sabía entonces que en ese mismo momento tenía que entregar un Nobel y en el proceso no podía tardar menos de un minuto, si no Lolo apretaba mínimamente el ceño con un leve gesto escéptico y: «¿Seguro que ya está bien?», no Lolo, tienes razón, no está bien del todo, y agotaba yo el minuto ajustando primero la camisa al cuello con un par de toques y planchando después los cuellos con los dedos.

En aquella mítica tormenta musical Lolo pronto tomó el relevo a Juan en el bombo. Era destino natural, los truenos en una tormenta son siempre trascendentales y nadie como él podía darles ese carácter. La señal para lanzar un trueno tenía que anticiparla lo suficiente porque a partir de ahí primero mordía el labio inferior, después respiraba profundamente varias veces, seguidamente apretaba los labios y, finalmente, y sin haberme quitado los ojos de encima ni un solo instante, empuñaba varias veces la maza del bombo exactamente como hace Nadal con la raqueta antes del saque, y soltaba el trueno, siempre trascendental.

Nada había más bonito que darle la señal a Lolo para un trueno, sentía un nivel de complicidad muy difícil de alcanzar. Me intrigaba y aún me intriga qué le pasaría por la cabeza en aquellos instantes y si se daba cuenta de que yo estaba aún más fascinado que él, pero estaba y estoy convencido de que aquello era profundamente importante. Aún hoy su actitud es para mi una referencia cuando en el aula me corresponde relativizar la dimensión que la música alcanza en el alumno que tengo delante.

Nunca supe más de Lolo y espero que, en todo este tiempo, alguien se haya dado cuenta de que siempre que vista camisa y jersey seguramente no se olvidará de colocar un cuello dentro y otro fuera y entonces corresponde entregarle un Nobel.

Otro Lolo con 12 años y sus cuellos

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Las almenas de Santullano

Al final -me atrevo a decirlo- no resultó tan difícil recomponer aquella fortaleza, también es cierto que con las piedras que se amontonaban en aquel aula hubo que armar un castillo algo diferente al primero, pero sólo en el aspecto externo -ya no había rondalla ni repertorios espectaculares- porque en la esencia, en la estructura, era el mismo, y puede que aún mejor, que las segundas oportunidades propician a veces la afinación de los proyectos.

Siempre he pensado que a caminar se aprende caminando y, claro, a tocar, tocando y a ello nos pusimos. Con las músicas tenía que ingeniármelas, y mucho, porque los únicos materiales que encontré estaban pensados para otro contexto. Así que me puse a hacer versiones a medida de un rock and roll, de unas canciones asturianas y hasta me atreví a componer un par de canciones infantiles a medida de las limitaciones de los instrumentos Orff y también a medida de las mías.

Pero la estrella del repertorio fue una tormenta que fabricamos entre todos, que comenzaba con notas sueltas de los xilófonos y carillones, a modo de gotas de agua sueltas, y seguía con unos truenos lejanos que se hacían con el bombo, primero muy suaves y cada vez más fuertes a medida que la tormenta se nos echaba encima con un fragor de metalófonos, platos y pequeña percusión que dejaba de ser pequeña en aquel lío organizado -en los dos sentidos de la palabra-. Aquel portento meteorológico pronto se hizo famoso en el centro y había motivos: nunca se vio una tormenta fabricada con tanto esmero.

Cada uno de los alumnos se adaptaba a sus limitaciones mientras trataba de vencerlas. El caso más espectacular fue el de Juan; tenía parálisis cerebral, de esas que fabrican asimetrías en el cuerpo y en el habla, a Juan se le iba el cuello hacia la izquierda mientras la cabeza pujaba por mantenerse en su sitio; los movimientos de los brazos y piernas eran también asimétricos y resultaba difícil atisbar una coordinación. Sin embargo, yo disipaba cualquier sensación de incomodidad que las asimetrías suelen comportar cuando le miraba a los ojos, allí había seguridad, siempre.

Un día me enteré de que Juan ganaba todos los campeonatos de damas que se organizaban en los centros especiales de Asturias y en cuanto pude armé con él una partida, y me partió; ¡menuda paliza!, llegó a decirme con aquella articulación también asimétrica pero bien clara: «Pero… no te dejes». No, no me estaba dejando. Nunca pude ganarle.

A Juan le di el bombo. Es un instrumento fundamental para que una orquesta lleve el pulso, así que precisa de precisión; supuse que Juan tendría bastantes problemas para marcar ese tempo estable y acerté, pero imaginé que al menos acertaría con el parche de casi un metro de diámetro, y me equivoqué: muchas veces fallaba. Daba igual, ¿qué podía importar eso ante la magnitud de hacer música con las habilidades y la limitaciones de cada uno, incluidas las mías?.

Juan, en muy poco tiempo no fallaba con el parche ni una sola vez; además se dio cuenta, también pronto, de la importancia del pulso y anticipaba los movimientos de mano derecha -que a cualquiera le parecerían caóticos- para dar con el mazo a tempo cada vez con más exactitud. Yo estaba asombrado y algunos profesores del centro vinieron a decírmelo porque era evidente el avance: «¿Pero, cómo lo haces?», No soy yo, es la música.

Juan logró tocar con total precisión un xilófono de placas de apenas 3 centímetros de ancho, era increíble y aún más cuando para cada nota aquellos brazos describían unos movimientos aparentemente anárquicos.

Santullano ha pesado mucho en mi trayectoria docente, quizá hable aquí más adelante de las cosas que han pesado en ese ámbito tan importante de mi vida, pero aquel centro fue decisivo para enfocar la importancia de la música en un proceso educativo que, según en qué casos, puede llegar a ser enorme cuando ni siquiera procede plantearla como salida profesional. Allí aprendí que todo es relativo y que para aquel hombre de movimientos asimétricos la música podía llegar a ser tan decisiva como para algunos alumnos que tuve después y que ahora son concertistas profesionales o profesores de conservatorio.

El Castillo de Santullano lucía una almena que no estaba en el proyecto original y era espléndida: Juan llegó a tener tanta exactitud con el xilófono como con las damas saltando de cuadro en cuadro para comerme tres fichas en una sola jugada.

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